Por. Roberto
Cuellar M.
IDEDH/OEI
El odio ha golpeado con violencia y con saña a las escuelas y a
sus escolares, una vez más. Dos niños entre 10 y 12 años fueron asesinados en
el trayecto a la escuela entre Santa Cruz Michapa y San Pedro Perulapan el fin
de semana del 12 de julio pasado. Las maras de la zona, poniendo en práctica la
macabra ley del control del territorio, deciden triturar, torturar y asesinar a
estos niños a los que acusa de "pasar la raya" divisoria e invisible,
sólo conocida entre las mismas pandillas. Hace dos meses en Lourdes, un joven educador
popular del IDHUCA fue atacado y ejecutado por otros jóvenes mareros criminales
que rechazaron su prédica de las relaciones sin violencia.
Así son sometidos a la "autoridad" - que la tienen y la
ejercen - de una delincuencia organizada que se ha tomado calles, edificios y
comarcas con todo y sus escuelas con sangre y siempre con más sangre y
ensañamiento contra escolares y menores. Luego, las víctimas sobrevivientes
deben huir hacia otros lugares y hacia otros países a consecuencia del terror y
a causa del pánico que infunden estos grupos en las comunidades educativas del
país. Son estos y muchos más casos espeluznantes, los que configuran el cuadro
álgido de una desorbitada carrera hacia el exterminio del "otro
escolar" por varios jóvenes criminales que algún día también fueron
escolares. Es este ambiente de mucho miedo, crueldad y tensión diaria, el punto
álgido de las pasiones destructoras y de una psicopatología de la violencia
encarnizada que al parecer nadie logra controlar.
Aunque este ciclo infernal ha elevado muchas voces críticas y
reprobaciones institucionales, nadie ha levantado enérgicamente una verdadera
protesta nacional ni se ha invocado la legítima defensa de la escuela como el
techo de los derechos humanos básicos. Incluso se escuchan voces que denuncian
los asesinatos, que no pasan de ser la página abierta al torbellino de la
violencia que le sigue día a día con un saldo negativo para los derechos
humanos en el país. Ni las iglesias, ni siquiera la católica, emulan el valor y
visión de Óscar Romero en esta legítima defensa de los derechos humanos de la
niñez salvadoreña.
Por ese terror permanente ahora se traen a cuenta los estudios y
mapas de la pobreza extrema en que quedó El Salvador luego de firmar la
pacificación nacional, aquel legendario enero de 1992. Algunos analistas dicen
que esos grupos irregulares son "hijos de la depresión y del
descuido" en que dejaron todos los gobiernos post conflicto a la escuela,
al derecho de las mayorías y al desarrollo humano del país. Pero no podemos
quedarnos atrapados en el pasado. A estas declaraciones y otros estudios
les hace falta el eco del fenómeno criminal que debe ser encarado contra la que
fue recién considerada la estrategia nacional, suicida por cierto, de quienes
aprovechan cada tregua para vengar, para exterminar y para elevar la cuenta de
sangre a su antojo y capricho.
¿Por qué asistimos hoy a otra de las tantas
explosiones sanguinarias, a pesar de que el Presidente Salvador Sánchez Cerén
ha declarado estar delante de la estrategia y del plan de seguridad pública? No
hay que ser especialista para atinar las razones. Se aceptó negociar la tasa de
homicidios antes de este gobierno y se hizo ante el fracaso de las manos duras
y súper duras contra la delincuencia entre pandilleros y la guerra contra la
población civil. De la guerra total superada en enero de 1992, se pasó a otras
tres “guerras”: entre maras, contra las maras y la sucia de las maras contra la
población más pobre, sobre todo.
Hoy ven al plan nacional y al presidente Sánchez
Cerén como verdadera amenaza para el control en zonas que les reportan
ganancias y prebendas entre extorsiones, secuestros, amenazas y asesinatos que
configuran esa política siniestra de "colonización criminal". Hoy ya
no hay más tiempo ni vidas que perder, ha dicho enfáticamente el presidente de
la república. El combate hay que emprenderlo con legitimidad e inteligencia,
con energía y perseverancia. Hay que intervenir de manera prolongada y con
acción policial las zonas claves de alto riesgo y de peligro social, lo que
hasta Costa Rica se ha propuesto con éxito. Y hay que hacerlo invocando el
legítimo uso de la fuerza, como lo ha hecho Nicaragua, desde hace 15 años, sin
recubrirlo con el manto del perdón ni del olvido.
Las respuestas desordenadas y los relativos
"golpes de suerte" no le sirven más que a las maras y mafias que
operan en casi todo el territorio nacional, y que son parte del engranaje
criminal internacional que genera y que causa la migración forzada de escolares
y menores hacia otros países incluyendo Costa Rica, donde hay más de 200
solicitudes de protección y de refugio. Tampoco sirven la respuesta
desproporcionada ni las acciones aisladas que se emprenden con el objetivo de
empujar a las maras y a las mafias solo a reorganizarse como el adversario más
resuelto que enfrenta al Estado en casi todos los municipios de El Salvador.